Por Santiago Garmendia
Para LA GACETA – TUCUMÁN
En su cuento Death is a lonely place, Bill Warren nos presenta a Miklos Sokolos, el vampiro más consecuente e inverosímil concebible. Su nombre en la respectiva lápida está seguido por dos fechas, su último día de humano y su última noche de vampiro enamorado. En su segunda existencia amó tanto a la mortal Gwen que se negó a sí mismo y a sus colegas, el placer del cuello de la joven, a la que defendió hasta el amanecer prohibido que hizo polvo a Miklos. No quería que ella herede su sed eterna, la inmortalidad disminuida de los parientes de Vlad. La joven, por el contrario, no estaba al tanto de las gestiones heroicas de Miklos; hay incluso razones para pensar que hubiese aceptado la condición vampira, cosas de adolescentes.
El asunto que Warren afirma de esta forma es un lugar común en la filosofía, a saber, la perversidad de una vida eterna, que ha de pagarse con al menos una segunda muerte, pero esta vez buscada y redentora. Con variaciones y argumentos más modernos se encuentra la cuestión en Las intermitencias de la muerte Saramago y en el fabuloso cuento La Guadaña de Ray Bradbury, en donde una familia al borde de la mendicidad, encuentra un horrible trabajo de modo inesperado: La granja es suya, así como el trigo, la guadaña y la tarea que corresponda, dice la nota que deja el antiguo granjero. La tarea que heredan es la de equilibrar el mundo, sesgando el trigo y las vidas.
De esta forma, encontraremos millones de ejemplos para convencernos de que es mejor morir que no morir.
En nuestra literatura, Borges ha decantado en El inmortal la siesta eterna del que no muere.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal.
No creo que Heidegger haya dado más en la tecla con aquello de que el hombre es un ser-para-la-muerte. Pero aprovechando que el texto borgeano se desarrolla entre dos ríos, porque razona el personaje que si existe un río de la inmortalidad, debe haber otro que la pueda borrar, pues permítanme buscar opuestos en la literatura. No contrarios a la inmortalidad pero variantes digamos más llevaderas.
Guillermo Martínez en su historia Una felicidad repulsiva, desarma este montaje de la triste eternidad, permitiéndose preguntar si la familia M., de ricos tenistas inmortales, era efectivamente feliz. Las desgracias que acontecen al narrador y sus allegados contrastan isomórficamente digamos -a Martínez le gustaría la referencia a la teoría de conjuntos- con la vida perfecta de los tenistas que sólo se preocupan en no parecer demasiado jóvenes y en cambiar, llegado el momento, de país y de court. La repulsión proviene del narrador, por así decirlo, de la injusticia de que lo tengan todo, más que de la tristeza infinita de estar condenados a la belleza. Una de las criaturas responde a su dilema hacia el fin del relato -y no tiene ninguna razón para mentir:
-Sólo quiero saber -repetí en inglés- si son felices. Felices. La mujer abrió los ojos, como si hubiera por fin comprendido y estuviera agradecida por mi preocupación (…)
-Claro que sí -me dijo, con una gran sonrisa y un leve acento que no reconocí-: perfectamente felices.
Finalmente -nunca peor dicho-, Roberto Fontanarrosa nos da el revés perfecto del pobre inmortal. No ya en un escenario de clase alta, sino en un personaje farrero y locuaz. Un hombre de experiencia, nos presenta otro eterno, un galán de terminal de ómnibus que bebe con gusto y seduce a las mujeres jóvenes con sus cuantiosas anécdotas:
– Estará cansado muy cansado. Me imagino, el hecho de vivir tanto tiempo. La condena, si se quiere, de que no ha de morir y…-
– No, no, nada de eso. Estoy cansado hoy, ahora, esta noche.
– Sin embargo…lo que uno ha leído en libros o en historietas si se quiere o ha visto en películas sobre tipos inmortales …bueno… en todas esas historias esos tipos aparecen como con un cansancio tremendo están hastiados de vivir, están hartos de su existencia.
– Eso -dijo el tipo- y el argumento de que los millonarios no son felices se asemejan bastante ¿no le parece? Me sonrió. Esas son deducciones que esgrimen los mortales para consolarse ante la idea de la muerte. Que debe ser una perspectiva muy dura, por supuesto.
Por supuesto.
© LA GACETA
Santiago Garmendia – Doctor en Filosofía, escritor.
FuenteLa Gaceta
La entrada Sobre la mala prensa de la eternidad se publicó primero en La Crítica.
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